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ISSN 1989-4163

NUMERO 24 - VERANO 2011

Béla

Rubén Gozalo

Cuando abrió la puerta de su casa para concederme aquella entrevista distinguí sus ojos ausentes, la tez pálida esculpida en hueso y unas manos arrugadas, decrépitas por el reuma. Él había sido uno de los grandes monstruos del celuloide durante varias décadas. Su acento casi arrastrando las sílabas, los exquisitos modales y ese aire que desprendía cuando interpretaba las escenas se hallaba presente en mi memoria.

A contraluz, vislumbré al hombre embutido en un traje negro y camisa blanca, semblante ovalado y ojos tristes de animal al borde de la muerte. Era igual a uno de aquellos personajes del cine mudo, muertos en vida, que se reunían todas las tardes en la casa de Norma Desmond en Sunset Bulevar para jugar a las cartas. Un antiguo dinosaurio de la escena, olvidado por productores y directores de Hollywood. Su pelo negro obsidiana se había tornado a un color ceniza.

—¡Pase! —me dijo Béla Lusgosi con una voz hueca, vacía, como si estuviese a millones de kilómetros de distancia.

Anduve a través de un pasillo estrecho sin apenas luz, decorado de forma austera. Un par de viejos pósters colgaban de las paredes. Distinguí el nombre de Tod Browing y a Bela, provocador, con su elegante capa de terciopelo rojo y sus colmillos desafiantes. Aquel film se rodó en 1931 y varios de los protagonistas fallecieron en extrañas circunstancias.

—¿Le apetece tomar algo?

Era una vivienda modesta, de una sola planta construida en los suburbios. Aquel hombre había ganado miles de dólares, pero se los había fundido en drogas. Era un adicto a la morfina desde que le hirieron en una pierna durante la guerra. Se inyectaba una dosis cada poco tiempo. Y sufría ataques en los que deliraba, alucinaciones que le llevaron a ser internado en hospitales psiquiátricos. Como apenas tenía recursos, el tratamiento lo pagaba la beneficencia.

—Un café.

En el sofá reparé en una goma como la que suelen utilizar los practicantes para poner inyecciones en el brazo. La televisión se encontraba encendida, pero sin voz. Estaba viendo un serial de terror de la cadena KABC. Reflejado en el cristal me fijé en Vampira, una joven actriz ataviada con un vestido negro ceñido que dejaba entrever los pezones, un maquillaje bañando la palidez de su rostro y unas uñas largas y afiladas como las garras de un águila. Distinguí también las persianas bajadas y semen de vela consumido en los candelabros. Una alfombra persa desgastada cubría el suelo y otorgaba colorido a la estancia.

—Aquí lo tiene —dijo después de volver de la cocina con una bandeja y dos tazas — ¿Por dónde empezamos?

Permanecí en silencio durante unos segundos. Escruté aquel rostro que había visto tantas veces en las películas de la Universal.

—¿Cómo consiguió el papel de Drácula?

—Yo, por aquel entonces, interpretaba al conde en un teatro de Broadway. Tod Browning buscaba a un actor europeo, desconocido para el gran público. Sin embargo, las restricciones del presupuesto y la presión de los productores fueron determinantes para que yo interpretara a Drácula.
Sorbí un poco del café y un sabor dulzón se deslizó con suavidad por la tráquea.

—Algunos críticos cinematográficos consideran que la película estaba maldita…

—¿A qué se refiere?

—Helen Chandler, Mina en el film, se quedó dormida con un cigarrillo en los labios. Su apartamento se incendió y las quemaduras la desfiguraron por completo. Y el desquiciado Renfield (Dwight Frye) murió de un ataque al corazón en un autobús unos días después de que le hubieran concedido su primer gran papel en una película.

—¡Bobadas!—sentenció.

Se apoyó contra el respaldo del sofá. Después se subió las mangas de la camisa. Divisé sus venas marcadas y sus brazos amorataos, llenos de picaduras.

—¿Por qué no quiso ser Frankenstein?

—¡Jamás me vi en ese papel! ¿Se imagina a Drácula oculto tras una grotesca capa de maquillaje y sin apenas diálogo? ¡Cualquier inútil podría haber hecho de Frankenstein! —replicó enfadado.

Observé sus ojos inyectados en sangre y salidos de las cuencas. Parecía fuera de sí, molesto por la pregunta. Quizá se arrepentía de haber dejado a Boris Karloff aquel personaje.

—¿Cuáles son sus proyectos más inmediatos? —pregunté tratando de calmar su ira.

—Ahora estoy dando un giro a mi carrera. No sé si lo conoce, trabajo con un joven director, un gran talento. Se llama Ed Wood y en breve vamos a empezar a…

Y se puso a toser. Sacó un pañuelo y un volcán de lava en forma de sangre tiñó la seda. Sus huesos crujían igual que una bisagra sin engrasar. Y sus costillas se marcaban a su piel como un acordeón.

—¿Se encuentra bien?

—Sí.

Las leyendas decían que aquel hombre se creía de verdad un vampiro. Salía de casa solo por la noche, evitaba los ajos y los crucifijos y se alimentaba de sangre fresca. Algunos rumores iban mucho más allá y aseguraban haberlo visto rondando por las calles en las noches de luna llena, abalanzándose sobre jóvenes e hincar sus dientes sin dilación en el cuello. Se imaginó la escena. Sus colmillos relucientes salpicando de carmesí la clavícula.

—¿Es cierto que duerme en un ataúd?

—Quiere verlo.

—¡No, no se moleste!

Bela contrajo los dientes y se puso a mover las manos como si intentara hipnotizarme. Agitaba los dedos con la misma soltura que un prestidigitador en una partida de cartas.

—Vas a caer en mi hechizo. ¡Serás mi esclavo!

Y siento que me mareo, que su poder se adueña de mí…

 
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Hollywood Reporter


Encontrado el cuerpo sin vida del periodista Raymond Ford. Su cadáver fue hallado en un parque mutilado, seccionado por la cintura y con la sangre drenada. Su cara, cortada desde la comisura de los labios hasta las orejas, apareció con las manos sobre su cabeza. Lo último que se sabe del caso es que quedó citado con una vieja gloria del celuloide para realizar una entrevista. La policía tiene la certeza de que se trata del mismo asesino que acabó en 1947 con la vida de Elizabeth Short, la Dalia Negra.

 

Béla

 

 

 

 

 

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